lunes, 22 de septiembre de 2014

Madrid-Segovia: el corazón de los 100 km

Este fin de semana hemos disfrutado de la V edición de los 100 km Madrid-Segovia. Durante unos días vamos a tener la oportunidad de leer muchas crónicas de los corredores que participaron. Nos ofrecerán su perspectiva contándonos sus buenos y malos momentos, la satisfacción de acabar, de mejorar una marca o la decisión acertada de retirarse cuando una lesión o las fuerzas de cada uno se lo hayan impedido. 

Yo corrí la carrera en 2012  y me apunté sin dudarlo en 2013. Desde el mismo momento de cruzar la meta empecé a pensar en la siguiente edición. Pero una fractura no me dejó preparar la prueba. Decidí entonces participar como voluntaria para devolver de alguna manera a otros corredores todo lo que cien voluntarios anónimos me habían hecho sentir ese día: acompañamiento, cariño, entrega, alegría.... Este año he vuelto a repetir ayudando porque la experiencia anterior valió mucho la pena. Quiero que esta aportación sirva de homenaje a ese grupo de más de cien personas que hacen posible la carrera y por eso voy a contar la crónica de la prueba desde este otro lado, el del voluntario. 

Empezamos calentando motores el viernes por la tarde, marcando el tramo desde Cercedilla. Otros compañeros están marcando por la zona de  Barranca y sus cintas acabarán donde empiezan las nuestras. En todo momento tratamos de pensar en cómo verá la marca un corredor que llegue por ahí: de día todo puede parecer evidente, pero cansado y a la una de la mañana las cosas se ven de otra forma. Cruzamos los dedos para que nadie retire marcas que son esenciales en algunos puntos, (luego nos enteramos de que desafortunadamente no fue así).  Se nos hace de noche y llueve ligeramente, así que no podemos terminar todo lo planeado para esa tarde porque además tenemos un imprevisto técnico (la llave de la cancela que tenemos no corresponde a la cerradura) y eso nos retrasa bastante. Volvemos a casa. 

El sábado muy temprano, mientras otros compañeros voluntarios están ya en Plaza de Castilla recogiendo mochilas, volvemos a la zona de Cercedilla a terminar las marcas y seguir hasta Segovia balizando. La niebla hace su aparición y nos regala un momento mágico a esa hora en el Alto de Fuenfría, a siete grados de silencio y frescor. Traqueteando con el coche por la pista llegamos al Corral de la Desesperada, nuestro avituallamiento, donde hay que dejar las cuatro ruedas y seguir marcando hacia abajo. Son las nueve de la mañana ya. Otro equipo de compañeros estará llegando a marcar en la zona de Riofrío a meta. Tardan tres horas en marcar concienzudamente siete kilómetros, buscando siempre la mejor opción, dado que a veces es complicado poner la cinta cuando no hay soportes.

A las dos de la tarde estamos de nuevo en el puesto de avituallamiento y empezamos a descargar lo que trae el camión: ¡600 litros de agua ocupan mucho! Organizamos todo lo mejor que podemos: isotónico, caldo, fruta... igual que en otros puestos, aparecen las ollas y cuchillos que hemos traído de casa para montar el puesto y que los corredores se lo encuentren todo preparado. Las avispas también quieren fruta y tenemos una batalla durante todas las horas de sol: no queremos que ningún corredor se lleve un picotazo cuando vaya a por un plátano. Recibo una llamada desde Fuenfría “Ya baja el primero”, me dice el voluntario.
 A las 16:09 aparece el primer corredor. Se detiene poco tiempo, sella y continúa adelante. Las horas de la tarde se suceden, con la fortuna de que una tormenta que se cernía a lo lejos decide retirarse al norte. A medida que se acerca la noche empiezan a bajar las temperaturas y ponemos el caldo y el café a calentar. Jorge maneja el grifo del agua a la perfección, ayudando a quien lo necesita con su camel, bidón o vaso plegable. Pienso “recién operado de la nariz y ahí está, sin sentarse durante no sé cuántas horas ya, removiendo el café a quien no puede casi ni sujetar el vaso”. Maite ofrece con cada caldo la mejor de sus sonrisas, animando a aquellos que vienen un poco decaídos o llevándoles el vaso hasta el sitio donde se han “dejado caer”.

- Gracias por todo, de verdad- nos dicen algunos corredores. En otros, basta con la mirada para entendernos.

Graham trata de mantener la olla a una temperatura adecuada para que nadie se queme con el líquido pero siempre esté caliente. Mónica sella y apunta los dorsales en una hoja. Entre Juan y yo nos organizamos con el resto: compactar bidones de agua, cambiar bolsas de basura, cortar naranjas, mezclar el café, recoger los plásticos que caen por el suelo... Empiezan a aparecer nuestros amigos de entrenamientos, caras conocidas que nos dan mucha alegría al ver que vienen frescos y con fuerza suficiente para acabar bien la carrera.

A media noche se nos incorpora un fichaje de última hora. Llega Beto, que acababa de trabajar a las nueve y no ha querido perder la oportunidad de echar un cable en nuestro puesto. Así podemos relevar a quien necesite tomarse un respiro. Al cansancio que de por sí implica el atender el puesto se suma el de tener que explicar muchas cosas que están en el reglamento de la carrera y que algunos parecen no haber leído: por qué hay que llevar su propio recipiente de líquido, por qué hay que ponerse la luz (frontal o de posición), por qué si te has apuntado como marchador no puedes correr etc.

Entrada la noche llega la gente muy cansada ya. Nos avisan de la evacuación de cuatro corredores en el todoterreno de Javier. Cuando se detiene a mi lado para avisarme de que se los lleva veo sus caras de agotamiento y frío con cierta preocupación.

                 - Qué os recuperéis bien, ánimo-  les digo.

Llega un corredor con unos problemas musculares tremendos y tratamos de que se recupere envolviéndole bien en la manta térmica, sentándole y dándole caldo cada rato, pero finalmente se le evacúa en ambulancia. Entre los corredores hay de todo, alguno baja muy cansado y de mal humor (todavía recuerdo el “lanzamiento de vaso” del año pasado de un corredor que se había perdido). Intentamos que no nos afecte. Con casi 90 kilómetros en las piernas y a las tres de la mañana uno no es muy dueño de sus actos. Otros corredores son dignos de admiración: gente muy heterogénea, algunos entrados ya en años, que terminan porque les guía una fuerza de voluntad y un espíritu de superación inconmensurable.

A las tres de la mañana me llama mi compañero de Fuenfría:

                 - Baja el peregrino

Viene el marchador escoba. Calculo que en un par de horas podremos empezar a recoger todo. Cuando llega nos queda la tranquilidad de que por nuestra parte casi hemos acabado. Ya no hay corredores detrás, aunque todavía están de camino a meta. En tiempo record, el equipo recoge el lugar: plegar carpa, cargar la basura en la furgoneta, la bebida sobrante, nuestras ollas, mesas y sillas y hacer una última inspección del lugar por si hubiera basura que no hemos detectado. Hacerlo de noche, a la luz del frontal, es un poco complicado. Encontramos un vaso de plástico a unos cien metros del avituallamiento, menos mal que no se quedó ahí.

Aprovechamos el viaje de bajada para quitar la señal del kilómetro 90 y cerrar con candado la barrera que da acceso a la pista forestal. Son las seis de la mañana y tratamos de dejar el monte como lo hemos encontrado. 

Nos espera un chocolate caliente en meta, que una compañera voluntaria remueve continuamente “para que no se pegue”, me dice. 


Acaba la quinta edición de una aventura que sólo es posible por la ilusión, el tesón, la alegría y la energía de quienes entregan parte de su tiempo libre porque otros puedan cumplir un reto deportivo y personal muy especial: el de sentirse héroes por un día.